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Hace dos meses se quemaron cerca de 90 mil hectáreas dentro del Parque ubicado en Corrientes. Pero las lluvias posteriores provocaron que rápidamente creciera la vegetación y regresaran los animales que habían huido de las llamas. Crónica del resurgimiento desde uno de los lugares más asombros del planeta.

El hábitat natural de Sergio Arriola son los Esteros del Iberá. Nació hace 40 años y nunca se quiso ir. La gente de por aquí repite que pocas personas conocen los misterios del lugar como él. O quizá nadie. Puede señalar con los ojos cerrados los mejores caminos para encarar a caballo entre la monotonía verde de los pastizales, es capaz olfatear que se viene una rotación del viento o la proximidad de una tormenta. Puede identificar a kilómetros un monte. Es capaz de caminar de un extremo del estero a otro sin perderse. Algunos de los guardaparques que trabajan con él creen que hasta podría comunicarse con los ciervos, los monos aulladores o los yacarés, los verdaderos amos de este territorio.

Cuando el fuego demencial de febrero rodeó las residencias y amenazó con devorarse el camping del portal San Nicolás del Parque Nacional Iberá, decenas de brigadistas de todo el país se apostaron allí para defender las edificaciones de este núcleo, uno de los cuatro dentro de las 195 mil hectáreas protegidas por el Estado argentino. Las llamas venían a una velocidad intimidante desde el norte, exactamente Villa Olivari, donde se cree que todo comenzó con una vecina que quemó basura en el fondo de su casa en el campo y las cenizas volaron y prendieron todo a finales de diciembre. El termómetro en el lugar estallaba a 50 grados, la tierra seca humeaba y se complicaba la estrategia de combate. El escenario no podía ser peor. Hasta que Sebastián Raviculé, jefe de guardaparques y a cargo de organizar las brigadas, dio la señal: “Escuchemos a Arriola”.

Y Arriola marcó un lugar al costado de un monte de eucaliptos. Dijo: “Hagamos un cortafuego acá ahora que el viento nos ayuda y nos salvamos”. Las máquinas retroexcavadoras trabajaron contrarreloj para consolidar una línea despejada de vegetales combustibles (secos) justo antes de que la lengua de fuego los tocara. Las llamas, en consecuencia, frenaron a menos de 50 metros del casco donde viven los guardaparques y el propio Sergio. Justo a tiempo.

Dos meses y unos días después de aquella escena dantesca, Arriola asegura que no recuerda nada peor en su vida en los esteros que el fuego que arrasó con prácticamente media provincia de Corrientes durante el último verano. Tampoco recuerda que algo tan trágico transite la memoria de sus padres o sus abuelos. No hay un relato oral de sus ancestros, todos de la comunidad guaraní local Mboi Kua, que indique una sequía tan devastadora como la del último verano.

Es mayo, el sol de otoño se vuelve amable en el Iberá y se refleja sobre las lagunas que renacieron gracias a las lluvias de las últimas semanas. Iberá, del guaraní, se traduce “agua que brilla”. Volvió el agua y fulgura. Volvió el verde. Parece que todo se encamina a ser, lentamente, como siempre fue. Algunos dicen que es un milagro de la Naturaleza que se esté recuperando todo tan rápido. Los racionales hablan de la resiliencia del lugar que por su belleza imponente, su diversidad, su aporte al ecosistema, es uno de los lugares más espectaculares del planeta. Las lagunas están llenas otra vez, los pastizales crecieron rápidamente, regresaron del exilio los reptiles y las aves empiezan a reaparecer. Todo cobra vida nuevamente y con una fuerza impresionante.

Arriola está parado bajo el arco de ingreso al portal San Nicolás, casi en el mismo lugar donde marcó el contrafuego que los salvó del desastre. Mira a su alrededor y el verde nuevo de los esteros de su vida estalla en su piel morocha, se mete en las grietas de su cara curtida por el humedal.

Difícil que se emocione Arriola, pero se le escapa una sonrisa. Hombre de pocas palabras, recuerda ahora que otra vez hay flores: “Fue horrible, por primera vez en mi vida vi algo así. Se acercó mucho el fuego al casco. Venía demasiado rápido, demasiado rápido. Cuando pasó todo me dejó pensando. Fue muy terrible pero por suerte nadie se lastimó. Ahora se recuperó rapidísimo porque es zona húmeda. Ya antes de llover empezó a brotar. Y en una semana ya había pasto de diez centímetros. Yo sabía que se iba a recuperar. Y en agosto o septiembre va a explotar y se va a normalizar, vas a ver”.

Si bien ya habían estallado focos en varios puntos de la provincia, los incendios en el Parque Nacional comenzaron el 16 de enero. Daniel Rodano, intendente del Parque lo recuerda porque ese día le dio positivo de COVID.

Por obvias razones el Iberá estuvo cerrado al público hasta el 11 de marzo, que volvió a abrir. Esa semana misma empezó a llover sobre la tierra quemada, sobre las pasarelas de madera extintas. Y de los troncos calcinados comenzaron a salir nuevos brotes. Ya pasaron 58 días de la reapertura y si entrara alguien que no tiene idea de los incendios, debería mirar muy detalladamente para darse cuenta que el fuego arrasó la zona. Se quemaron casi 90 mil hectáreas aquí adentro. Para dar una magnitud de la violencia del fuego, 117 kilómetros de alambrados del Iberá terminaron calcinados.

Murieron muchos anfibios y reptiles. También mamíferos, generalmente por asfixia como consecuencia del humo. La sequía mató tantos animales como el fuego. Raviculé recuerda haberse encontrado con 40 carpinchos sin vida en una laguna seca: “Metían la cabeza en la tierra para zafar del humo y así morían, pobrecitos”. Lo mismo pasó con mulitas y peludos, con comadrejas coloradas, con ranas criollas. Los animales más ágiles, como el zorro o el ciervo, pudieron escapar hacia zonas seguras, montes que conservaban la humedad mínima para no arder.

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